El retorno de la (teología) política

Desde que comenzó el movimiento de agitación política que hemos dado en llamar 15M, pocas ocasiones ha habido de «toparse con la Iglesia» como hoy, con la «marcha laica» que protestaba contra el claro gesto de despilfarro de nuestras instituciones para con la celebración de las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Si en cierta forma lo que el 15M pone en cuestión es el status quo que quedó atado y bien atado gracias a nuestra ejemplar Transición, entonces la visita del Papa sólo nos ha dado la oportunidad de manifestar lo que ya estábamos pensando, y es que una revisión de las relaciones entre religión y política, entre Iglesia y Estado, en España, son una necesidad.

Intuitivamente, una proclama coreada repetidamente en la manifestación condensa perfectamente las transformaciones que la sociedad española ha experimentado y que sin embargo no se han visto reflejadas en términos institucionales. Demuestran que el recurso constitucional de la «religión mayoritaria» ya no sirve, puesto que el sentir de la población española, si no era ya así en los años 70, por lo menos ahora sí ha cambiado. Y sí, digo la población española porque era evidente que hoy, en Madrid, se enfrentaban dos fuerzas cuantitativamente parejas pero cualitativamente bien distintas: han hecho falta beatos venidos de todo el mundo para intentar poner freno a una avalancha de españoles que, una vez más, ha tomado Sol y ha reclamado ese espacio como suyo.

Pero volvamos a la proclama: «Yo soy pecador, pecador, pecador». Y lo que implica es algo mucho más profundo de lo que parece. Significa estar equiparando el pecado (esto es, alegóricamente, la total indiferencia ante los cánones morales católicos) con la identidad nacional coreada por todos aquellos que celebraban, orgullosos, la victoria de nuestro equipo en el Mundial de fútbol.

Ser español fue, durante mucho tiempo, ser católico apostólico y romano, martillo de herejes, luz de Trento… Y, de repente, con la inocencia de quien gasta una broma, afirmamos a coro que ser español es ser pecador, es decir, ser capaz de constituir una ética autónoma que hace de la injusticia una preocupación política y no una excusa, es aceptar la Ilustración como una herencia, aceptar el cuerpo, la sexualidad, la diferencia… Es también haber comprendido y aprendido de los errores del pasado, es haber comenzado a discutir en ámbitos que se definen como apolíticos (la economía, sí, y también la religión) y luego diseñan políticas de Estado.

Así, lo que parece a primera vista una gamberrada se torna en imagen alegórica de la transformación de una sociedad que no acepta seguir siendo tratada como lo que no es. Ni en lo político, ni en lo económico, ni en lo religioso.

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