Nuevo texto

Parece que estoy en racha: no consigo darle a este espacio nueva vida ordinaria, pero por lo menos parece que ya no se impone el absoluto silencio. Hace un par de días incorporé a la sección de Textos el último borrador de «Carl Schmitt y su «amistad» con Thomas Hobbes», capítulo con el que contribuyo a un libro colectivo sobre el pensamiento de Schmitt. En este capítulo he tenido la oportunidad de plantear un buen número de aportaciones importantes en lo que respecta al estudio de la obra de Hobbes y, por la misma vía, de mostrar los puntos fuertes y débiles de una interpretación «canónica» como la de Schmitt. Es una suerte compartir una publicación así con, por ejemplo, Montserrat Herrero, que es responsable de varias nuevas traducciones de textos de Schmitt; el excelente conocedor de la obra de Suárez, Pablo Font; o mis «colegas de departamento», y anfitriones en esta fiesta, José Luis Muñoz de Baena y Borja Gallego (que es también editor del volumen). El libro está disponible en la web de la Editorial Sindéresis.

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Nuevo texto

Aunque mis buenos deseos de hace un año no se han materializado, y este blog sigue siendo una suerte de pecio encallado, sigo teniéndolo en mente y esperando poder darle nuevamente algo de vida. El desorden vital que yo creía fácil de abarcar ha resultado contener una complejidad mayor de la esperada, pero todo es cuestión de tiempo y energía.

Mientras tanto, acabo de incorporar a la sección de Textos el enlace a un artículo recientemente publicado en Isegoría y que recoge algunos de los contenidos de mi tesis.

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Más de un año después

Hace más de un año que registré la última entrada en este blog. Mi prolongado silencio tiene tres motivos, que he decidido explicar, a modo de reflexión «en voz alta» sobre mi propia actividad de producción literaria.

El motivo más coyuntural, que ya carece de vigor, es que la primavera pasada me sumergí en el proceso exigente, pero muy placentero por fortuna, de redactar la versión final de mi tesis doctoral. La tesis, ya finalizada y defendida, deberá dar pie a la publicación de artículos, y quizás alguna otra clase de trabajo ensayístico, en los próximos años. La redacción de la tesis puede explicar por qué no escribí entre abril y diciembre de 2020, cuando el borrador quedó definitivamente cerrado. Desde enero de 2021 la tesis ha pasado por el correspondiente proceso de revisión académica y depósito, de modo que en el presente año solo he tenido que encargarme de preparar el acto de defensa, comparable a la redacción de un artículo muy sintético.

El segundo motivo, más importante, es que precisamente en abril de 2020 mi situación laboral cambió radicalmente. He pasado de tener un rutinario y nada exigente empleo como administrativo en una oficina a poder dedicarme profesionalmente a la investigación. Lo hago, además, en un contexto que me es en gran medida ajeno, pues no me dedico a la investigación en ciencias sociales, sino en ciencia básica. Aunque mis conocimientos de historia, filosofía y sociología de la ciencia me proporcionan una base razonable de entrada, me ha hecho y me sigue haciendo falta dedicar mucho tiempo al estudio, más o menos profundo, de cuestiones que hasta ahora me han sido ajenas: física, biología, computación… Mis condiciones de trabajo han cambiado radicalmente: es un ambiente dinámico, muy estimulante, y también enormemente exigente. Trabajo mucho más contento, pero trabajo más y llego a casa más cansado, de modo que no me quedan muchos recursos, ni en tiempo ni en energía, para la recreación literaria.

El tercer motivo es que he acabado relativamente sobresaturado de la actualidad política. Una de mis tareas cotidianas en mi empleo anterior era la elaboración de dossieres de prensa, lo cual me obligaba a estar muy pendiente de la actualidad política nacional e internacional. Llevo un año de desintoxicación, cambiando la lectura de periódicos por la lectura de publicaciones científicas; ha cambiado el tipo de información que digiero, y por tanto cambia también el tipo de información que soy capaz de producir. Ciertamente me pesa en la conciencia el no estar «al día», pero por otra parte la verdad es que la cotidianidad política en la que estamos nutre dos pasiones, el tedio y la furia, que prefiero mantener bajo control.

La «coronacrisis», así la hemos llamado en los análisis que viene publicando el Frente Antiimperialista Internacionalista, está constituyendo una coyuntura estratégica para la implementación, a escala global, de la doctrina del shock, y en el caso de España es la «izquierda» la que está ejerciendo con diligencia, y hasta con entusiasmo, esa función. Incluso la izquierda extraparlamentaria, la de los movimientos sociales supuestamente radicales y contestatarios, está justificando, por una cuestión de «responsabilidad», políticas públicas que deberían ser inadmisibles: desde políticas de confinamiento mucho más restrictivas de lo necesario hasta el desmantelamiento deliberado y explícito de la atención primaria. Para nuestras autoridades, y el signo político es lo de menos, lo fundamental es no reconocer que la letalidad de la COVID-19 no se explica solo ni fundamentalmente por las características del virus, sino sobre todo por el estado crítico del sistema nacional de salud y de las residencias de mayores. Dadas las características del virus, habría tenido sentido reforzar UCIs y personal sanitario, y plantear una investigación acelerada para hallar tratamientos eficaces y quizás formas de acción profiláctica. En lugar de eso, se han pagado cantidades desorbitadas para adquirir vacunas que tienen eficacia probada en la prevención de los cuadros más graves pero no evitan el contagio ni la transmisión. Además, por el mismo motivo, en una huída hacia adelante se apuesta por la inoculación masiva de vacunas que están aprobadas de urgencia (irregularidad nº 1), algunas de las cuales se basan en técnicas de nuevo cuño relacionadas con la ingeniería genética (irregularidad nº 2), y en un contexto que todavía es de pandemia mundial, por lo que la vacunación es un factor más de presión evolutiva (irregularidad nº 3).

Un poco de política comparada puede no venir mal. En Francia las autoridades públicas han tenido una política comunicativa peor que la de España, pero también aplicaron en primera instancia un confinamiento menos severo, aunque por otra parte el impacto de las restricciones de movilidad y actividad sobre la pequeña empresa puede haber sido mayor. Allí el grado de corresponsabilidad social en la observancia de medidas de protección recíproca (fundamentalmente el uso de mascarilla en espacios con poca ventilación) es menor que en España, pero por otro lado existe un grado superior de debate público serio sobre los acontecimientos y sobre las medidas gubernamentales. Supongo que pueden ser dos caras de la misma moneda: si las medidas son discutibles, entonces tengo margen individual para decidir si me pongo la mascarilla o no en un vagón lleno de gente en un tren de larga distancia.

La cuestión es que, en la medida en que en España ha quedado vedada la posibilidad de un debate público real sobre lo que está ocurriendo, porque uno como mínimo «le hace el juego a la ultraderecha» o incluso es un irresponsable que está a punto de provocar indirectamente su propia muerte o la de otros, pues prefiero mantenerme callado y dedicarme a otras cuestiones.

Pero por otra parte no quiero dejar este blog vacío, así que he decidido darle una repensada. Voy a abrir una nueva Sección de entradas, Apuntes, a la cual iré añadiendo notas de mis lecturas científicas. Y seguramente voy a darle nueva vida a secciones que hasta ahora han tenido poco peso, como Cómics, Música, Cine y Libros. Quizás algún día vuelva a tener la disposición de escribir Análisis, pero por el momento es mejor ser sincero y reconocer la necesidad de cambiar de tercio.

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Debate a Fondo – Virus y capitalismo: un cóctel mortal

La vuelta a cierta actividad tiene lugar por partida doble. Además del artículo co-escrito con Andrés, os comparto un programita de radio, grabado más de un año después de mi última colaboración en Debate a Fondo. El tema, cómo no, ha sido la dichosa pandemia del COVID-19 y los interrogantes y problemas que suscita el modo en el que está siendo manejada por las instituciones en gran parte del mundo y particularmente en España.

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Notas sobre el Estado y el dinero a modo de respuesta

Después de prácticamente un año de silencio, vuelvo a tener algo que compartir en esta bitácora. Se trata de un texto que hemos lanzado Andrés Fernández y yo en la revista Espineta amb caragolins.

El Diario Público ha difundido recientemente un artículo titulado “¿De dónde van a sacar el dinero los Estados para combatir la crisis del Coronavirus?” [1]. Probablemente, un artículo que plantease los mismos argumentos en otra coyuntura y por tanto, que hubiese sido titulado de modo diferente, no nos habría llamado tanto la atención. Sin embargo, en el actual contexto de crisis capitalista y sanitaria, cuando la economía está de nuevo en el centro del debate porque los diferentes gobiernos anuncian medidas “importantes” y las diferentes teorías hacen acto de presencia para justificar o discutir tales medidas, pensamos que es necesario plantear algunos comentarios y aclaraciones. De ninguna manera queremos que se interprete este texto como una crítica centrada en Eduardo Garzón. Su artículo simplemente ofrece un buen ejemplo de las virtudes y defectos del neokeynesianismo bienintencionado en el que parece haberse instalado la izquierda institucional.

Nuestro comentario pivota en torno a tres elementos: el dinero, el Estado y la deuda pública. Aborda cuestiones que son objeto de debate desde hace varias décadas y no pretende en ningún modo agotarlas. Nuestra intención es probar la importancia de mantener vivo y presente este debate en todas las organizaciones y corrientes de la izquierda.

Abrimos esta reflexión convencidos de que la corriente económica con la que pretendemos confrontar simplifica la cuestión del dinero en términos técnicos y políticos. No pensamos que sea fruto del desconocimiento, sino una decisión táctica, a nuestro juicio equivocada, que es consecuencia de un planteamiento político estratégico donde, como se verá, la cuestión del Estado adquiere un peso específico.

Asumiendo, de entrada, que la decisión táctica fuera correcta, lo cierto es que la conceptualización del dinero es, cuanto menos, confusa. Lo es, desde luego, en el artículo que comentamos, pero esa confusión es seguramente síntoma de que el neokeynesianismo en general tiene problemas a este respecto.

Inicialmente plantea el artículo que el dinero es una “magnitud” y justo después, que es una “unidad de medida”, para añadir, en tercer lugar, que el dinero es una “herramienta” económica controlada por el Estado. Basta considerar simplemente a la definición de los tres términos para darse cuenta de que algo no puede ser al mismo tiempo una magnitud, una unidad de medida y una herramienta, porque se trata de tres cosas diferentes, igual que son cosas distintas la longitud, el centímetro o la pulgada y la cinta métrica. Pero, así las cosas, si tuviéramos que escoger una de las tres, el dinero se parece más a una cinta métrica que a un centímetro o que a la longitud. Con matices importantes, eso sí, de los que luego diremos algo.

El neokeynesianismo afirma, pues, que “el dinero es una herramienta controlada por el sector público”, que “lo crean y regulan los Estados”, al mismo tiempo que reconoce que “nuestro sistema monetario actual es complejo y permite que las instituciones bancarias privadas puedan crear también dinero”. En este punto el argumento, al menos tal y como se recoge en el artículo, es históricamente muy impreciso: en momentos decisivos de la historia del capitalismo el dinero ha sido emitido por instituciones privadas bajo una regulación estatal muy débil. La actual estatalización de la política monetaria es resultado de un proceso histórico y no un hecho dado. Esto es importante porque la génesis histórica de la situación actual nos da pistas sobre cuál es el poder real del Estado en esta materia. No olvidemos, por otro lado, que pertenecemos a la Unión Europea y tenemos un sistema monetario común: el euro.

El motivo fundamental por el que la comparación del dinero con la cinta métrica es problemática es simple: el uso de la cinta métrica no altera la magnitud que se ha de medir. El dinero, en cambio, es una herramienta mucho más sofisticada que ayuda a manipular una magnitud mucho más compleja: el valor.

La magnitud a la que se refiere el dinero es el valor y la unidad de medida sería tal o cual unidad monetaria. El valor es una magnitud compleja porque es una magnitud social. Del mismo modo que la longitud es una magnitud física relativa a una propiedad de los cuerpos, que es la extensión, el valor es una magnitud social relativa a un aspecto de la realidad social, que es la actividad económica. Es decir que el valor de cada bien particular está condicionado por la dinámica general de las relaciones económicas, que son relaciones conflictivas por dos motivos: por un lado porque hay una dinámica de competencia entre capitales -del mismo sector y entre sectores- y por otro porque hay una lucha política permanente entre capital y trabajo asalariado.

El dinero, a su vez, es una herramienta tan compleja como la magnitud a la que se refiere. Una cinta métrica solo da la medida de la longitud, pero el dinero no sólo da la medida del valor. El dinero es un instrumento de cambio, es decir, permite la adquisición de bienes y además puede no sólo ser un medio para adquirir un bien ya existente sino un medio para adquirir un bien futuro. De esta capacidad surgen dos usos del dinero que alteran el valor: uno es el crédito y otro es el salario. El crédito es una herramienta fundamental de lucha entre capitales y el salario es la herramienta fundamental con la que el capital puede conseguir la sumisión “voluntaria” del trabajo.

Que el Estado tenga el monopolio sobre la emisión de moneda significa que el Estado tiene cierto poder sobre el funcionamiento del crédito y sobre la provisión de salarios. Pero el proceso social que define la magnitud del valor es en gran parte ajeno a las políticas estatales. Por un lado, porque el mercado mundial ha condicionado siempre y con mayor intensidad que nunca en las últimas décadas, las relaciones económicas en escalas territoriales inferiores. Y por otro, porque históricamente el Estado se ha formado precisamente a partir del proceso simultáneo de definición de un campo económico autónomo.

El Estado, definido por Marx como “la violencia concentrada y organizada de la sociedad” [2], es por tanto el producto de la sociedad en una etapa de desarrollo. Es una realidad material, un artefacto humano, que surge de la confrontación, de la lucha, entre dos clases sociales (burguesía y proletariado, poseedores de capital y poseedores de fuerza de trabajo, ricos y pobres). En el contexto de esa lucha, el Estado opera como “una fuerza situada, aparentemente, por encima de la sociedad que mitigue el conflicto y lo mantenga dentro de los límites del ‘orden’” [3] garantizando que “esos antagonismos, esas clases con intereses económicos contradictorios, no se devoren entre sí ni devoren a la sociedad en una lucha estéril” [4].

Una vez comprendido el sentido, la función del Estado burgués, resultan evidentes el rol totalmente secundario de la forma de gobierno concreta [5] y la hipocresía inherente a las supuestas garantías del Estado de derecho [6], cuestiones especialmente fáciles de comprobar en el caso del Estado español.

Que el rol del Estado aparezca como un rol mediador no debería conducirnos a pensar, eso sí, que el Estado sea una instancia neutral. El Estado es un órgano de coerción y en última instancia de dominación que opera al servicio de la clase dominante. La sumisión “voluntaria” de trabajadoras y trabajadores al capital mediante el salario es imposible si estos no se ven despojados de cualquier posibilidad de obtener los bienes necesarios para cubrir sus necesidades y ahí jugó -y juega- un papel decisivo el Estado. La existencia de un entramado institucional coordinado que ejerza el monopolio de la violencia legítima es condición necesaria para el desarrollo de dinámicas de acumulación originaria. Además, el desarrollo de los grandes capitales nacionales es en gran medida el resultado de la intervención directa de las instituciones estatales que han creado, protegido, minado y desmantelado diferentes ramos industriales, generalmente en pos no del bien común sino del fortalecimiento de la dominación de clase.

Así que no, los Estados no tienen a través de sus bancos centrales una posibilidad ilimitada de generar capacidad de gasto. Tienen cierta posibilidad de hacerlo, pero las determinaciones últimas del proceso económico están fuera del control estatal porque los Estados han sido creados así, como instrumentos de dominación de clase. Y esto nos lleva al tercer elemento que queríamos considerar, la deuda pública, que en un análisis crítico se revela como “una de las palancas más vigorosas de la acumulación originaria” [7]. Veamos por qué.

Considerando su génesis histórica, resulta evidente que el capitalismo llegó al mundo chorreando sangre. La sangre del “exterminio, la esclavización y sepultamiento de la población indígena en las minas”, la de la “incipiente conquista y saqueo de las Indias Orientales” y la de la “transformación de África en una reserva de caza comercial de pieles negras” [8]; pero también la de “la fraudulenta enajenación de los dominios públicos”, la del “robo de la propiedad comunal”, la de “la transformación usurpadora, efectuada con un despiadado terrorismo, de la propiedad feudal y de clanes en moderna propiedad privada” [9].

Pero la acumulación originaria, en tanto en cuanto es “el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción” [10], constituye no solo un hecho pasado sino una realidad presente. De hecho, acumulación originaria y crisis están relacionadas, puesto que los momentos de crisis económica son coyunturas de agudización de ese proceso histórico de disociación en los que se manifiesta con mayor intensidad el recurso al fraude y la violencia como estrategias de acumulación de capital. Lo que ocurre, ciertamente, es que los mecanismos de saqueo se han ido perfeccionando y por tanto han ido adoptando formas parcialmente nuevas. La deuda pública es una de ellas.

El neokeynesianismo sin duda acierta al criticar la incoherencia de quienes claman al cielo cuando el gasto público adquiere la forma de inversiones directas mientras aplauden con las orejas cuando se realiza a través de la banca privada. Ahora bien, esta corriente se equivoca al afirmar que “los indicadores de déficit y deuda pública” son “simplemente” eso, indicadores. Aunque los Estados europeos se estén endeudando muy por debajo de sus posibilidades, las posibilidades de endeudamiento no son infinitas y además vienen determinadas, entre otros factores, por el poder relativo que tengan los Estados europeos a nivel global, es decir, por cómo se sitúen en la dinámica imperialista.

Esta corriente presenta un retrato simplificado y distorsionado. Lo hace porque llevar a cabo una descripción de la situación económica ajustada a la realidad supondría reconocer que una política económica sustantivamente diferente, que implique cambios de cierta entidad y no simplemente cosméticos, tiene que ser radicalmente distinta a la actual. Supondría hablar de planificación económica, de reforma agraria, de nacionalizaciones, de expropiaciones o de reorganización territorial. Supondría, en definitiva, cuestionar íntegramente las actuales relaciones de producción y abrir una discusión política profunda sobre qué tipo de aprovechamiento queremos hacer de nuestras fuerzas productivas. Supondría proponer en serio un horizonte revolucionario.

En resumen, y dicho del modo más crudo, el neokeynesianismo está profundamente equivocado y además está basando su estrategia en un engaño. La única duda es a quién:

Quizás esté simplemente disimulando, esté recurriendo a una mentira táctica en el marco de una estrategia de “toma del poder”; y en ese caso se engaña porque el camino no lleva a la toma del poder sino a que el poder le tome.

Pero quizás, y esto sería más grave, haya renunciado a cualquier horizonte más ambicioso que el de la mera gestión de la miseria; y en ese caso debería decirlo abiertamente, clarificar desde dónde teoriza y propone, con qué objetivos y a favor de qué intereses, porque si no estará engañando a las clases trabajadoras a las que dice querer proteger.

Notas

[1] https://m.publico.es/columnas/110637845860/dominio-publico-de-donde-van-a-sacar-el-dinero-los-estados-para-combatir-la-crisis-del-coronavirus/

[2] K. Marx, El Capital, Libro I, tomo III, Akal, Cap. XXIV, p. 244.

[3] V.I. Lenin, El Estado y la Revolución, en Obras Selectas, Tomo II, Ediciones IPS, p. 128.

[4] Ibidem,

[5] “La forma de gobierno no tiene nada que ver con esto [del Estado] nada en absoluto, porque hay monarquías que no son típicas para el Estado burgués, que se distinguen, por ejemplo, por la ausencia de militarismo, y hay repúblicas absolutamente típicas en este aspecto, por ejemplo, con militarismo y burocracia” (V.I. Lenin, La Revolución proletaria y el renegado Kausky, en Obras Escogidas, Tomo 3, Editorial Progreso, p. 70.

[6] “Tomad las leyes fundamentales de los Estados contemporáneos, tomad la manera como son regidos, la libertad de reunión o de imprenta, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, y veréis a cada paso la hipocresía de la democracia burguesa, que tan bien conoce todo obrero honrado y consciente. No hay Estado, incluso el más democrático, cuya Constitución no ofrezca algún escape o reserva que permita a la burguesía lanzar las tropas contra los obreros, declarar el Estado de guerra, etc., ‘en caso de alteración del orden´, en realidad, en caso de que la clase explotada ‘altere´su situación de esclava e intente hacer algo que no sea propio de esclavos.” (ibidem, p. 76)

[7] K. Marx, El Capital, op. cit., p. 247.

[8] Ibidem, p. 243.

[9] Ibidem, pp. 221-221

[10] Íbidem, p. 199

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Nuevo texto (y vídeo)

Acabo de añadir a la sección de Textos mi presentación en un seminario en la UNED, titulada «¡Es lo material, estúpido! ¿Y qué es lo material?». También está disponible aquí el vídeo de la presentación y la discusión posterior.

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Debate a Fondo – Atrapados en las redes

Después de prácticamente año y medio sin participar en un programa de Debate a Fondo, el otro día dediqué un ratito a charlar con un par de compañeros de tertulia sobre las redes sociales (virtuales) y sus dobleces.

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Nuevo texto

Acabo de añadir a la sección de Textos un artículo sobre la filosofía política de Kant que acaba de aparecer en la revista Con-Textos Kantianos. En él hago un repaso detallado de la filosofía del derecho de Kant y, creo, realizo algún aporte razonablemente original. Estoy particularmente contento de cerrar el año con este pequeño logro académico, porque al de Könisberg le he dedicado mucho tiempo y, hasta el momento, no había ninguna constancia pública de ello. Ahora espero que mi artículo resulte de utilidad o interés para otros; mientras tanto, y entre mazapanes, vuelvo a Hobbes.

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Del republicanismo sentimental al radical

Aunque ambos fueron publicados el pasado enero, me parece oportuno recuperar, ahora que se celebra el cuadragésimo aniversario de la Constitución y que la “nueva política” parece acordarse del “viejo republicanismo”, dos artículos de opinión aparecidos en sendos medios “de prestigio”. Entonces, casi al mismo tiempo que El País nos dejaba ojipláticos con el artículo “Una Monarquía meritocrática”, El Mundo presentaba en su tribuna otro titulado “Contra la nueva leyenda negra”. Ambos artículos están escritos por miembros “notables” de la elite cultural patria. El primero lo firma un Catedrático de Universidad. El autor del segundo es escritor, y fue Ministro de Cultura. Ambos comparten la idea de que la Monarquía tiene una legitimidad de ejercicio basada en su utilidad. Ambos artículos juegan a componer oxímoros que parezcan viables: la monarquía meritocrática por un lado, la monarquía republicana por el otro. El trile conceptual subyacente, tras el cual ya no es posible caracterizar con precisión qué es una república, una monarquía o una democracia, es de tal importancia política que hasta ha recibido sanción politológica.

En estos oxímoros se condensa la permanente operación de propaganda que trata de distorsionar la historia del republicanismo español. Una historia que es trágica pero muy reveladora, puesto que cada episodio de la misma demuestra que monarquía hispánica y justicia social son radicalmente incompatibles, al menos, de 1808 en adelante. Distorsionar la historia del republicanismo español y sus derrotas es el único modo de hacer presentable a una oligarquía con un paupérrimo sentido del bien común. Por eso tiene sentido analizar esos dos oxímoros, y su trasfondo común, con un poco más de detalle.

En España el republicanismo está netamente sentimentalizado. En parte esto es inevitable, porque el republicanismo moderno es un proyecto político imposible. El republicanismo toma nota, con preocupación, de cómo el capitalismo transforma de raíz el orden social y disuelve los lazos sociales que estructuran en las sociedades tradicionales “lo común”. La disolución de lo común produce dos nuevas grandes clases sociales enfrentadas y cuyos intereses armoniza, de entrada, el mercado. Esa armonización es inicua e insuficiente. No puede sostenerse sin violencia y sin un amplio repertorio de mecanismos extraeconómicos. Sin embargo, con muy buenas intenciones, lo que propone el republicanismo moderno es que el entramado institucional del Estado opere no solo como árbitro y gendarme sino como un mediador integral que restablezca por otra vía eso común que el capitalismo anula. El problema del republicanismo es el germen del socialismo: el Estado republicano quiere convertirse en el “Estado de todos” pero no puede dejar de ser un Estado burgués. El ideal república plena que mantenga inalterados los fundamentos de la lógica económica capitalista es una quimera que no se sostiene sin altas dosis de ideología, que deben crecer al tiempo que se agrave ese defecto estructural del republicanismo. La emblemática República Francesa es un ejemplo perfecto de todo esto. El discurso sentimental sobre la unidad de la República, tan parecido a pesar de todo al que aquí escuchamos sobre la unidad de España ha adquirido un peso ideológico creciente. Esto ha sucedido conforme se ha ido agravando, como efecto de la crisis de 2007 y la solución austericida, la doble fractura socioeconómica que pone a Francia en apuros desde hace décadas: el racismo institucionalizado y la polarización campo-ciudad.

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Lo peculiar del caso español es que el republicanismo aquí no sea más que un sentimiento. Lo que es idéntico a decir que no es nada. Eso depende en parte de la historia política de España. Es preciso recordar que la Primera República española llega de rebote, casi sin ganas, y que la Segunda República se declara en las ciudades, llevando a las zonas rurales a remolque. Si vamos en busca de una explicación un poco más profunda, daremos con un Estado construido con los mimbres de un imperio que se desmorona y a través de diversas oleadas de colonización interna de un territorio donde, en general, la acumulación capitalista es débil. Aunque desde luego la construcción de un Estado-nación siempre es un proceso turbulento, conflictivo, que deja cabos sueltos, en el caso de España los factores adversos eran un tanto particulares. Conservar la unidad territorial en un imperio cada vez más disminuido y cuya metrópolis no se había constituido como nación en sentido estricto fue posible porque permanecieron reconocidas grandes asimetrías y porque el catolicismo funcionó muy bien como matriz ideológica común.

Los republicanos españoles eran muy conscientes de que a nuestro país le quedaba todo (o casi) por hacer en ese proyecto, probablemente irrealizable, de convertir efectivamente al Estado en un mediador capaz de construir modernamente lo común. Su tarea era traducir y adaptar las ideas republicanas a un país en el que los modos de vida tradicionales resistían los envites de la modernización al mismo tiempo que eran reos del tradicionalismo católico. En última instancia, pues, no estábamos preparados para resistir con eficacia al paso del tiempo y a dinámicas político-sociales de alcance mundial pero tampoco para subirnos intrépidamente al “tren del progreso”. No es baladí en ese sentido que los Gobiernos progresistas de la Segunda República se preocuparan especialmente por las zonas rurales: eran perfectamente conscientes de que la falla campo-ciudad ponía en serio peligro el proyecto republicano. Lo mismo cabe decir de las aspiraciones nacionales de los distintos pueblos del post-imperio español, y del intento de la Segunda República por darles salida. Y de los esfuerzos por acotar el poder de la Iglesia Católica.

La Guerra Civil, la Dictadura, la Transición y el Posfranquismo han reducido a la nada, tal vez sin remedio, ese proyecto. Han agudizado las diferencias campo-ciudad, y las han moldeado y puesto al servicio de un sistema electoral que las reproduce. Y al mismo tiempo han reforzado e institucionalizado diferentes formas de caciquismo. También han dado a la cuestión nacional una solución problemática e insatisfactoria, impidiendo por la fuerza cualquier salida mínimamente decorosa. Han mantenido y reforzado los privilegios de la Iglesia Católica. Han convertido al Estado en una institución que media entre oligarquías (territoriales y sectoriales), y han recurrido a la Corona para que cumpla el rol, simbólico y práctico, de dotarlas de unidad y facilitar su coordinación.

Este arreglo constitucional, que en parte no desdeñable tomó forma ya durante la Dictadura, tenía que terminar de instalarse tras la muerte de Franco. La continuidad debía disfrazarse de cambio, y la Transición fue el proceso político conflictivo en el que unos trataban de conseguir una transformación real mientras otros componían el disfraz. Como parte de esa operación político-ideológica, era necesario anular políticamente al republicanismo, puesto que lo que se estaba institucionalizando era cualquier cosa menos una república. La estrategia que se siguió para hacerlo, probablemente porque el terreno estaba abonado para ello tras cuarenta años de franquismo, fue la sentimentalización: en vez de restaurar la legitimidad de la Segunda República y denunciar el golpe de Estado frustrado que desató la Guerra Civil, se consagró el relato sentimental de la guerra y se renovó la legitimidad del golpe fascista.

La crisis política de este modelo se lleva incubando desde hace mucho. Probablemente su primera fase fue el derrumbe político del “felipismo”, con los GAL, la corrupción galopante, la reconversión industrial, la adhesión a la UE en el 86 (que Concha Velasco celebró cantando) y Maastricht en el 92… La segunda fue el “aznarismo”, entre cuyos hitos tenemos la adopción del euro, la ley de partidos, la Guerra de Irak… La tercera fase coincide con el primer gobierno de Zapatero, que consiguió temporalmente recomponer al PSOE gracias al enfrentamiento permanente con la oposición aznarista. En estos años se produce, por ejemplo, la polémica reforma del Estatut, que es en parte el origen del actual conflicto territorial, al tiempo que colean procesos políticos que habían empezado antes, notablemente la aplicación de la ley de partidos a la izquierda abertzale. La cuarta fase es la que abre la crisis económica. Opera de nuevo “Gran Coalición” PP-PSOE para garantizar la aplicación en España de los dictados de Bruselas y se produce un nuevo giro autoritario que engrasa la política de recortes, aplicando en el conjunto del Estado prácticas antes probadas en el País Vasco. En las tres primeras fases las distintas fisuras de nuestro orden oligárquico (el abandono de las zonas rurales, la cuestión nacional, las debilidades del sistema productivo, la falta de legitimidad de la monarquía…) se sacudían separadamente, y el relativo control sobre unas ayudaba a gestionar las otras. En la fase actual han estallado todas a la vez, retroalimentándose entre sí.

La Monarquía es la clave que sostiene una estructura oligárquica compleja. Ha sido la primera fisura que el régimen se ha apresurado a soldar, mediante la sucesión y una potente maquinaria propagandística de la cual los artículos citados al inicio son un producto. Ello es una prueba de su importancia sistémica y de su debilidad. Así, y aun aceptando la dudosa posibilidad teórica de que una monarquía parlamentaria pudiera de facto funcionar como una república, hay razones de peso para afirmar que España no es un ejemplo de ello ni podrá serlo. Al hilo del modo en que Felipe VI intervino públicamente tras el referéndum del 1 de octubre ya presenté algunos argumentos a este respecto. Sí podríamos llegar a ver, sin embargo, una oligarquía española sin monarquía, siendo esta la única verdad que porta el discurso de la “monarquía útil”: una monarquía inútil sería perfectamente prescindible. La Monarquía es la pieza clave, sí, pero in extremis es sustituible.

En un contexto como el nuestro, el republicanismo sentimental es un recurso políticamente inútil para la izquierda española. En el mejor de los casos supone un as en la manga de la oligarquía que, si se diese la circunstancia, podría prescindir de la Corona preservando inalterado todo lo demás. En el peor, y más probable, es la desactivación práctica del potencial político que podría tener un republicanismo radical.

Cuestión distinta, pero con el mismo fondo, es la función del republicanismo sentimental en el seno de la Unión Europea. La UE puede parecer el germen de una república continental solo bajo la condición de que el republicanismo haya sido previamente sentimentalizado para así ocultar una realidad muy distinta. Una realidad intelectualmente esbozada mucho antes de que se constituyera la CECA o se firmase el Tratado de Roma. Baste como ejemplo clarividente un texto de Ernst Jünger, La Paz, que de acuerdo con la nota editorial fue bosquejado en 1941, difundido en copias a mano y a máquina desde 1944, e impreso por vez primera en 1945. En el parágrafo 12 del capítulo II de este breve ensayo Jünger enuncia los rasgos básicos de una hipotética “Constitución europea”.

[H]ay dos principios supremos”, comienza Jünger, “que habrán de cobrar expresión en la Constitución, cualquiera que sea el modo como esté estructurada. Esos dos principios son el principio de la unidad y el principio de la diversidad”. Después añade: “En la unión de esos dos principios hallarán a la vez su conciliación las dos grandes direcciones que la democracia ha tomado en nuestro tiempo, de un lado el Estado autoritario, y de otro el Estado liberal”. Es decir, que la Constitución europea será lo que fuere, pero no desde luego una constitución democrática ni republicana en sentido preciso. A la luz de lo ocurrido desde 1950 en adelante, el texto de Jünger parece ser casi profético en sus detalles, o el libro de cabecera de los promotores de la UE:

Habrá que separar, pues, los estratos que resultan adecuados a ambas formas políticas. Las formas del Estado autoritario de orden resultarán apropiadas en aquellos asuntos donde cabe organizar técnicamente a las personas y las cosas. La libertad habrá de reinar, por el contrario, en aquellas cosas donde lo que domina es un crecimiento orgánico profundo. […] Todo lo que atañe a la técnica, a la industria, a la economía, a las comunicaciones, al comercio, a las unidades de medida y a la defensa, todo eso habrá que organizarlo unilateralmente. Esas diversas ramas son como las grandes carreteras y vías férreas que atraviesan cual radios un imperio, y que son iguales en todas las comarcas y provincias, cualquiera que sea la naturaleza del país y de sus gentes. Como hijos de su tiempo y como miembros de un mundo civilizado los seres humanos podrán moverse por ellas sin tropezar con fronteras y en todas partes se encontrarán como en su casa. La libertad habrá de reinar, por el contrario, en la diversidad – en aquellos asuntos donde los pueblos y los hombres son distintos. Esto rige para su historia, para su lengua y su raza, para sus costumbres, usos y leyes, para su cultura, su arte y su religión”.

Jünger llega incluso a prever el entusiasmo europeísta de los regionalismos, aunque no los riesgos de que ese entusiasmo pueda mutar en desafección:

Dentro de ese marco florecerán con más vigor que hasta ahora tanto los pueblos grandes como los pequeños. Al extinguirse la competencia entre los Estados nacionales podrá el alsaciano, por ejemplo, vivir como el alemán o como el francés, sin verse forzado a ser lo uno o lo otro. Y sobre todo podrá vivir como alsaciano tal como le plazca. Será un volver a ganar libertad, que se hará visible hasta en los fragmentos de los pueblos, hasta en las etnias y las ciudades. En la casa nueva uno podrá ser bretón, güelfo, vendo, polaco, vasco, cretense, sardo o siciliano con más libertad que en las casas antiguas”.

El republicanismo sentimentalizado es la forma ideológica que permite ver como un modo de democracia la combinación, en distintos estratos, de autoritarismo y liberalismo. Es la forma ideológica que justifica la homologación de una monarquía parlamentaria directamente surgida de una dictadura filofascista. Es la forma ideológica a la que trata de recurrir Macron para justificar el sacrificio de mecanismos básicos de nivelación socioeconómica en favor de los dictados técnicos de la austeridad presupuestaria.

Por eso cuando Josep Borrell sugiere, en diálogo con Heiko Maas, que la adhesión ciudadana a la Unión Europea puede construirse a través de mecanismos como una prestación comunitaria de desempleo suena tan ridículo como Pablo Casado queriendo ver un “Viva el Rey” tras cada acto burocrático cotidiano. Por eso la Unión Europea ha desatendido presupuestariamente el mejor recurso del que jamás ha dispuesto para constituir algo así como una identidad europea, que es el programa Erasmus. Al no garantizar económicamente la movilidad de todos los jóvenes europeos durante sus estudios, y al no establecer mecanismos de supervisión del grado de integración de los estudiantes visitantes en las universidades de destino, han hecho de ese programa algo solo accesible para las clases acomodadas. Este es, por lo demás, un sesgo clasista que se reproduce también en el caso general de la libre circulación de personas.

Ahora bien, aunque el republicanismo moderno sea, como se ha dicho al comienzo, un proyecto político imposible, el republicanismo radical puede ser una matriz política interesante. Ese interés se explica por el hecho de que el republicanismo radical es consciente de las contradicciones internas del proyecto republicano. En su comprensión de la política, la economía y el derecho el republicanismo radical respeta y acepta el lugar que ocupan la excepción revolucionaria y la revuelta popular. Por eso mismo el republicanismo radical también tiene en cuenta que la reconstrucción de lo común solo puede tener efectos duraderos si no depende de la mediación de los aparatos estatales. En definitiva, frente al republicanismo sentimental que en la intimidad de su conciencia preferiría tener un presidente de la república igualmente útil para la oligarquía, un republicanismo radical y consecuente ha de buscar que la monarquía devenga inútil porque han cambiado los intereses y preocupaciones de la sociedad en su conjunto. Esto, Pablo Iglesias, depende a día de hoy, y entre otros muchos vectores de lucha social, tanto del feminismo como del sindicalismo de clase. Efectivamente la huelga del 8 de marzo fue promovida, sostenida y liderada por el movimiento feminista, pero a su éxito contribuyó la convocatoria formal de la huelga, que dependió sobre todo de CGT y, en otra medida, de la presión realizada por las bases sindicales de UGT y CCOO.

[*] Artículo originalmente publicado en Communia.

 

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Da igual a quién, pero vota

“Da igual a quién, pero vota”. Esta frase resume una de las ideas fundamentales inculcadas por la educación cívica que hemos recibido quienes crecimos en la España pos-franquista. Esta idea es que, aunque votar sea un derecho y no una obligación, al mismo tiempo es un deber moral. Lo es porque, al ejercer el derecho de sufragio, honramos la memoria de todos aquellos que se jugaron (o incluso perdieron) la libertad o la vida para conseguir que ese derecho pudiera ser reconocido y ejercido.

Era y es una consigna ideológicamente perversa por al menos dos motivos. Por un lado, y revisando solo nuestro pasado reciente, la inmensa mayoría de aquellos que se jugaron la libertad y la vida en la lucha antifranquista no querían votar en abstracto. El derecho al sufragio era pensado y reivindicado como parte de un conjunto orgánico de demandas que tenían que ver no solo con las libertades civiles y políticas sino también con los derechos sociales, las políticas económicas e incluso el papel de España en la política internacional. La educación cívica que hemos recibido hasta la fecha desnaturaliza la reivindicación histórica de la celebración de unas elecciones libres porque la despoja de su contexto. También oculta sistemáticamente el origen histórico de los modernos sistemas parlamentarios, pensados como dique de contención de las reivindicaciones democráticas. Y que la elección es un mecanismo aristocrático basado en la desigualdad, mientras que el método de selección que acompaña a la igualdad democrática es el sorteo. En definitiva, crea las condiciones para que no nos resulte extraño llamar “democracia” a lo que no es más que una oligarquía generosamente permisiva cuando no se siente amenazada.

Por otro lado, el “da igual a quién” es, aunque no se reconozca, una fórmula cargada de cinismo. No “da igual” porque todas las opciones son legítimas y tienen las mismas oportunidades, sino porque a través del voto no se decide nada realmente determinante. Y quien dice “da igual a quién, pero vota” sabe esto perfectamente. De lo que se trata, pues, es de legitimar el sistema en general, haciendo pasar sus defectos constitutivos por taras no esenciales que afectan a algunos de sus componentes.

Sin embargo, la crisis iniciada en 2007 ha supuesto no solamente un serio descalabro económico sino además una radical puesta en cuestión de los límites de las instituciones del parlamentarismo liberal. Esos límites siempre estuvieron ahí, desde luego. No está claro si el modo de regulación neoliberal los hizo realmente más estrechos o si simplemente mostró con mayor claridad cuál había sido siempre su naturaleza.

La crisis de las (mal llamadas) democracias representativas ha sido prácticamente universal. Ahí tenemos por ejemplo las victorias electorales de Bolsonaro o Macri, que han sido posibles debido tanto a la abstención del votante de izquierdas como al apoyo parcial de sectores sociales que, por razones objetivas, deberían haberles sido adversos. Así, hasta América Latina, donde se suponía que el ciclo bolivariano había conseguido remar contracorriente, se ha visto afectada por esta ola de descrédito. La misma combinación de seducción de una parte de los “perdedores de la globalización” y desencanto del resto (la mayoría), al cual se suma la frustración de la izquierda de clase media urbana previamente ilusionada, aparece en todas partes. La encontramos en la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos, en el duro pulso con el Frente Nacional en Francia y, también, el auge electoral de Vox en España.

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Una hipótesis explicativa que permite dar cuenta de casos tan dispares, y que de momento no ha sido explicitada, es que ha cambiado nuestra relación con las instituciones representativas y con el derecho de sufragio.

La revalorización del voto

Se diría que, hasta que emergió y se hizo visible la crisis de representación, dábamos muy poco valor a nuestro voto porque nuestro afecto se volcaba sobre las instituciones mismas, legitimadas por el propio acto de votar. Con la crisis de representación, empero, las instituciones se toparon con nuestra desafección. Y ésta, por desgracia, no dio pie a una transformación radical de la política representativa, sino a un anhelo de ser auténticamente representados.

El movimiento subterráneo que explica esa traducción es que el afecto proyectado sobre la institución se retrajo sobre el voto: las instituciones representativas no valen nada, pero nuestros votos todavía pueden valer mucho. El voto es lo que da legitimidad a las instituciones que nos administran y nos reprimen. Y también es el criterio universalmente aceptado que permite determinar pacíficamente qué elites, o qué facciones de éstas, tendrán un acceso privilegiado a la riqueza común y a los nodos de poder.

Esta forma de operar en un sistema representativo no es menos ideológica que la anterior. Es su reverso narcisista. Es producto del acto reflejo a través del cual tratamos de reconstruir el orgullo herido. Y, como su antecesora, también contiene un poso de verdad. Pero esa verdad pequeña, desdibujada, oculta otra mayor, que queda desmentida: si en un marco institucional que aún es considerado respetable, el voto ya no vale nada, en un marco institucional que ha perdido toda credibilidad el voto vale todavía menos. Absolutamente todos, representantes y representados, jugamos a desmentir esa realidad para mantener una ficción política en la que nos sintamos cómodos.

En el caso concreto de España, las dos principales mutaciones políticas acontecidas en nuestro país desde la gran crisis institucional del 2011 tienen que ver con la afirmación absoluta del valor del voto en cuanto tal.

Por un lado, el sistema de partidos se ha transformado a través de la reivindicación de las elecciones primarias. De esa reivindicación surge Podemos, después Ciudadanos, y en un tercer momento el retorno épico de Pedro Sánchez. Incluso la victoria de Pablo Casado frente a Cospedal y Sáenz de Santamaría puede leerse en esos términos; las mismas bases desencantadas con el rajoyato son las que auparon a Casado y las que se ven tentadas por Vox. En esa misma línea se podría aventurar que, según cómo procedan ambos partidos en los próximos años, Vox podría ser para el PP lo que Podemos ha sido para Izquierda Unida. No sería descabellado ver a Rajoy como el Llamazares de la derecha.

Por otro, el equilibrio político-territorial del Estado pasa por serios apuros debido a la pujante reivindicación catalana del reconocimiento del “derecho a decidir”. El procés tiene como horizonte el ejercicio, quizás sui generis, del derecho de autodeterminación mediante un referéndum, y mientras tanto se mantiene vivo a través de permanentes elecciones y consultas. En el caso catalán más que ningún otro la institucionalidad parlamentaria está completamente desprovista de valor porque todo el afecto se ha retraído sobre el voto.

Si volvemos a analizar lo que está ocurriendo a escala prácticamente global, este esquema de revalorización del voto y devaluación de las instituciones permite entender perfectamente por qué perdió las elecciones Hillary Clinton frente a Donald Trump, o por qué PSOE y Adelante Andalucía han perdido en total cerca de medio millón de votos, o por qué Haddad no consiguió imponerse a Bolsonaro, o por qué Macron no consiguió un apoyo en segunda vuelta tan masivo como el que recibió Chirac en circunstancias muy parecidas.

Por un lado, el voto no está solo encarecido, sino que además se encuentra atrapado en una espiral inflacionista condicionada por el anhelo de una representación auténtica. En un contexto así, renovar la confianza del electorado es prácticamente un imposible. Por otro lado, la devaluación institucional tiene como efecto secundario la subestimación del riesgo que puede suponer un gobierno reaccionario. Acostumbrados a que la izquierda no pueda cumplir su programa de gobierno, sobreentendemos que la extrema derecha tampoco podrá poner en marcha las medidas radicales que promete. Por eso las estrategias políticas, y específicamente las electorales, basadas en el “temor pardo” no pueden tener éxito, y más nos vale abandonarlas cuanto antes.

¿Es la diversidad una trampa?

Al hilo de esto es imposible evitar la referencia a la otra gran hipótesis que circula desde que Donald Trump ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Podemos bautizarla como la hipótesis de “la trampa de la diversidad” porque ciertamente Daniel Bernabé, que tiene un gran talento literario, ha dado con el mejor nombre. En todo caso, con diferentes formulaciones y matices sin duda importantes es una idea recurrente, formulada por voces de lo más diversas.

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El núcleo rescatable de esta hipótesis es que las fuerzas políticas de izquierdas viven en un desolador vacío programático. Los desafíos y obstáculos a los que se enfrentan estas fuerzas cuando quieren convertir sus principios y propósitos generales en un programa de gobierno son descomunales, especialmente en el ámbito socioeconómico. Cuanto más radical se busca que sea la respuesta a un determinado problema, aquel que parezca más urgente, más evidente se hace su conexión con el resto de cuestiones esenciales que es necesario abordar. Eso, sin embargo, no facilita el diseño de un plan de gobierno integral sino que genera una sensación de desborde, bloqueo e impotencia. Por eso, allí donde consiguen tomar los mandos de una institución, las fuerzas de izquierda acaban actuando guiadas por la inercia que conservan sus adversarios y reduciendo la acción política a parches, gestos y símbolos. Si hablamos de América Latina, claro está, los proyectos bolivarianos han realizado conquistas materiales importantes. Por eso mismo los límites y las contradicciones que allí han resultado por el momento insuperables son de naturaleza más profunda que los obstáculos ante los cuales la izquierda europea ha doblado la cerviz. Pero en última instancia el gran problema es el mismo: el capitalismo es irreformable y las instituciones existentes no pueden ir, en el mejor de los casos, más allá de la reforma.

En todo caso queda claro que el problema no es tener que optar entre distribución y reconocimiento. Cualquiera con dos dedos de frente ve que ambas perspectivas están íntimamente unidas y son indisociables. Toda política de distribución establece un sistema de reconocimiento, y las políticas de reconocimiento son vacuas si no se sustentan en modificaciones de la distribución. Precisamente la experiencia europea con gobiernos de izquierda durante los últimos treinta años demuestra qué ocurre cuando, por no querer (o no poder) hacer nada en términos de distribución, se toman medidas simbólicas en términos de reconocimiento. El trasfondo de esa táctica cortoplacista y superficial es la preocupación electoral por satisfacer una demanda de representación auténtica que es imposible de cumplir y que, con mayor o menor intensidad, nos está afectando a todos.

La buena noticia en este sentido es que los votos a la extrema derecha son tan volátiles y están tan afectados por la espiral inflacionista del voto como los de la izquierda. La mala es que el nacionalismo excluyente, el autoritarismo y la guerra del penúltimo contra el último son mecanismos estabilizadores peligrosamente eficaces.

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Prácticamente cada vez que he reflexionado sobre el modo en que Podemos está operando políticamente he criticado su apuesta por la maleabilidad del discurso y su falta de atención a los elementos materiales de la política. Desde esa misma perspectiva se comprende claramente cuál es el problema de la versión caricaturesca de la hipótesis de “la trampa de la diversidad”, que sí contrapone tontamente distribución y reconocimiento y se queja de que la izquierda ha perdido “sus señas de identidad”. Ese posicionamiento caricaturesco a veces se desliza en los análisis que circulan por ahí, y también es posible encontrarlo en una porción interesante de votantes “de izquierdas” (la inmensa mayoría hombres de mediana edad). Aunque pueda parecerlo, estos posicionamientos no constituyen una crítica frontal a Podemos. Son un efecto colateral de la práctica política podemita en las coordenadas, ya delineadas, de revalorización del voto y devaluación institucional.

Lo que preocupa en este caso no es la realidad “material”, de la que en el fondo todos sabemos muy poco, sino la presencia o ausencia de un discurso sobre cuestiones materiales. No se critica aquí el anhelo ilusorio de encontrar al representante auténtico, sino que una vez más se espera la llegada de un representante auténtico, aquel en el que verdaderamente se refleje nuestra identidad “de clase”, obrera o media. Una vez más se apuesta todo a la capacidad performativa del discurso y se descuida la práctica política cotidiana de solidaridad, resistencia y lucha.

La hipótesis de “la trampa de la diversidad” en su versión caricaturesca impide, por lo demás, ver la conexión entre la crisis institucional de los países del centro y la que simultáneamente afecta, al menos, a gran parte de la semi-periferia. Como corolario del repliegue narcisista sobre el voto, aparece una visión política necesariamente parcial según la cual, si se considera lo que ocurre en otros rincones del mundo, es solo para hablar de amenazantes competidores o de demografías desbocadas. Cuestiones como el subdesarrollo, el intercambio desigual o el imperialismo económico van a quedar completamente fuera de foco.

Ideas para una política radical

Hasta aquí queda descrito el escenario. Lo que queda pendiente es diseñar una respuesta. Por lo pronto, es necesario entender, reconocer y explicitar el poso de verdad que tienen la revalorización del voto y la devaluación institucional. Solo entonces es posible explicar, como contrapunto, que incluso si la izquierda en el poder hace, por sí misma, poco bien, la derecha reaccionaria en el poder puede hacer mucho mal. Ya hay miles de ejemplos disponibles. Es cierto que el Mediterráneo ya era una fosa común horripilante antes de la formación de un gobierno rojipardo en Italia, pero la llegada de ese gobierno hace las cosas peores. Es cierto que en Estados Unidos el racismo está perfectamente institucionalizado, pero también lo es que el gobierno de Trump ha llegado al extremo de meter a niños en jaulas.

Es también necesario reorientar la crítica de la representación para salir de la espiral en la que nos deja atrapados el anhelo de autenticidad. Eso solo se puede hacer mediante la transformación profunda de la forma en que hacemos política, explorando nuevos modos de organización y relativizando la importancia de los ciclos electorales. Necesitamos dotarnos de instrumentos que suplan los límites de la representación al margen de la política representativa, y no a través del anhelo delirante de una representación perfecta.

También hace falta dedicarle un enorme esfuerzo a la superación del actual vacío programático, lo que antes requiere mejorar sustancialmente los análisis de los que disponemos. Eso implica comprender mejor, y con atención a las especificidades presentes, todos los aspectos de nuestra vida social: la economía, el derecho, la ciencia, las industrias culturales, las rivalidades geopolíticas, las cuestiones medioambientales… Esa tarea no es un capricho de erudición sino en sí misma un ámbito de práctica política actualmente abandonado. Necesitamos contar con todo tipo de saberes, cultivados por todo tipo de personas, que solo en la puesta en común y el intercambio pueden dejar de ser privados y parciales.

Otro aspecto relevante en nuestra coyuntura es que la escala de los problemas es global, lo cual hace inviables las “robinsonadas”. Es necesaria una reafirmación soberana popular, pero en una territorialidad compleja que no es la del Estado-nación sino que empieza más acá y ha de extenderse más allá de la escala estatal. Por eso mismo la reconstrucción política de la que estamos hablando tiene que hacer del internacionalismo y el antiimperialismo uno de sus ejes centrales. Esto significa al menos dos cosas. Por un lado, entender cuál es la inserción internacional de España en la estrategia imperialista global. Esto requiere cuestionar radicalmente la participación activa de España en la OTAN, su cooperación bilateral con los Estados Unidos, y su proyección en África (en en marco de la UE) y en América Latina (donde España actúa como ariete). Por otro, reconstruir alianzas estratégicas que no dependan de las estructuras internacionales vigentes, sino que puedan servir de hecho para romper con ellas.

Caso concreto y evidente de esto último es el de la Unión Europea. No hay modo de transformar radicalmente nuestro modelo socioeconómico en su seno, pero tampoco es viable hacerlo en solitario. Son precisas alianzas internacionales estables que sirvan de contrapeso en el interior de la UE y que al mismo tiempo puedan sentar las bases de una demolición controlada de esa estructura. Si esas alianzas son construidas solo a través de los instrumentos que la propia UE proporciona, quedarán atrapadas en el marco que en principio querían superar. También reproducirán instintivamente la lógica de la Europa fortaleza, que solo es sostenible en el medio plazo si se sigue llenando el Mediterráneo de cadáveres y si se excluye a una porción creciente de población europea de un sistema de bienestar que cada vez es menos un derecho y más un privilegio.

En Podemos todos los debates de calado quedaron cerrados en falso y por la fuerza en el primer Vistalegre. Prácticamente nadie se propuso realmente abrirlos en el segundo, porque entonces las facciones funcionaban ya a pleno rendimiento. Como ya se palpa el riesgo de que el partido tire por la borda en el próximo año lo poco acumulado sobre bases tan precarias, puede estar a punto de abrirse una oportunidad para la redefinición profunda del proyecto. Tal vez no haya que esperar a pegarse un castañazo en las próximas generales, y baste con constatar en las elecciones de mayo de 2019 que, tal y como están ahora mismo las cosas, el valor de nuestros votos supera con mucho lo que el partido puede ofrecer: una muleta para el PSOE, espectáculos bochornosos cada vez que se avecina un juego de sillas, pugnas políticas entre notables de resonancias galdosianas (véase, en Madrid, la juez contra el general) y plebiscitos para sancionar los caprichos e incoherencias del Secretario General.

La máquina de guerra electoral está irremediablemente herrumbrosa y gripada. Hace falta tejer otro tipo de red, que tenga otros tiempos y que siga otra lógica. Si no es con Podemos, tendrá que ser a su pesar.

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